Érase una vez un pequeño dinosaurio que se despertó muy asustado al oír unos fuertes rugidos muy cerca de él, cuando abrió los ojos, se dio cuenta que se trataba del miembro más viejo de la manada, el cual no permitía que se le aproximaran. Todos sabían que era malhumorado, pero en esta ocasión, estaba aún más, a causa de un piquete de insecto en el lomo.
Estaba en un lugar tan incómodo que no podía rascarse y por eso se molestaba aún más, se retorcía y retorcía, pero no lograba alcanzarse, la picazón se extendía y el lomo estaba hinchándose. Entonces todos decidieron alejarse para no provocar su ira. Sin embargo el pequeño dinosaurio lucia preocupado; fue en busca de la abuela, que era la siguiente en cantidad de años, por lo tanto la más sabía.
Ella le habló sobre un par de plantas que podían ayudar con la herida, y el pequeñín salió a buscarlas, le estaba constando trabajo encontrarlas en las áreas cercanas, así que se fue alejando cada vez más, hasta que se perdió. Aunque estaba muy asustado, en un lugar desconocido, no dejó atrás su tarea, pero el cansancio pudo más, y cayó dormido.
La madre estaba muy preocupada, en cuanto se dio cuenta de la ausencia de su pequeño fue a buscarlo, pero ya estaba anocheciendo y no daba con él. Otros miembros de la manda se unieron a la búsqueda y finalmente lo encontraron dormido encima de un lecho de ramitas.
Al despertar le dio mucho gusto saber que ya estaba en casa, y después de pedir disculpas a su madre por irse sin avisar, fue donde el gruñón dinosaurio mayor y le dio las ramitas que sujetaba fuertemente en sus manos. Ante la sorpresa de todos, el malhumorado soltó una sonrisa y permitió al pequeño que subiera a su lomo para aplicarle la medicina.
Después de ese día, el dinosaurio mayor mantuvo cerca al pequeño, le enseno todo lo que sabía, para que al crecer se convirtiera en el jefe de la manada, siempre y cuando no olvidara esa capacidad de ayudar a los demás y transfórmalos con la nobleza de sus actos.
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